La crisis de la política y la sociedad de los extremos
octubre 18, 2020La crisis de la política (https://bit.ly/2Z10lIx) –que es parte del colapso civilizatorio contemporáneo (https://bit.ly/3kRCqmQ)– marcha a la par de la lapidación de la palabra en tanto fundamento para crear ideas, argumentos, proyectos de sociedad, alternativas y utopías. Es la claudicación de las ideologías y, a su vez, la entronización de la exaltación de las emociones en la vida pública. La incapacidad para imaginar el futuro y para esbozar algo más que paliativos ante los lacerantes problemas públicos es una sombra que se cierne sobre las mentes y acciones de las élites políticas e intelectuales, de tal manera que las deliberaciones públicas no son en torno a ideas y proyectos de nación, sino que se impone en esos remedos de debate la visceralidad, la pulsión, el odio y el ninguneo de “el otro”.
Esta orfandad ideológica se corresponde con el vaciamiento del Estado y la trivialización de lo público. No menos importante es la crisis de legitimidad que signa a las élites políticas y el síndrome de la desconfianza endilgado por los ciudadanos ante la desilusión y el desencanto, en lo que sería una era signada por el malestar en la política y con la política (https://bit.ly/300wJKv). Entonces, la pérdida de sentido en la política erige a la polarización como práctica cotidiana y como guía de los posicionamientos de los actores socioeconómicos y políticos.
La misma indiferencia, el individualismo hedonista y el social-conformismo de los ciudadanos, abre paso –de manera irrestricta– a esta polarización visceral, que aumenta a medida que se hace presente el anonimato en la plaza pública digital. El gran triunfo del fundamentalismo de mercado –del mal llamado neoliberalismo– es directamente proporcional a la postración del Estado y al destierro de la praxis política y del pensamiento utópico.
Sin el sojuzgamiento de la política sería impensable la utopía del mercado autorregulado y la apresurada proclamación de “el fin de la historia” (Francis Fukuyama, dixit). El mismo encubrimiento e invisibilización de los náufragos o víctimas de las estructuras de poder, riqueza y dominación atraviesa por hacer de la vida pública un espacio expuesto a la tergiversación semántica y al vaciamiento del sentido de la palabra y el pensamiento. Ante ello, el resquicio que tienen los ciudadanos y las élites políticas para posicionarse en dicho espacio es la diatriba, el resentimiento, el ninguneo y la trivialización respecto a aquel que tiene creencias, dogmas e intereses creados diferentes.
Entonces, si la polarización de la vida pública es el signo de los tiempos lo que emerge –en medio de la pulsión– es una sociedad de los extremos donde las posturas se tornan irreconciliables en medio del prejuicio, la mentira y el rumor. Toda posibilidad de diálogo –particularmente de aquel con tintes críticos y constructivos– se diluye en el mar del ataque furibundo alejado de todo argumento razonado y meditado.
La polarización es atizada con las dosis de crueldad, desprecio, clasismo, racismo y xenofobia que caracteriza a los discursos y, sobre todo, a las bufonerías que hacen de la política una (in)cultura del espectáculo. La hipocresía del lenguaje políticamente correcto deja paso a la barbarie. Y no es para menos, pues al sentirse amenazados los intereses creados, aflora el instinto que pretende denostar, crear dolor y subsumir a “el otro”. La finalidad consiste en infundir miedo, pánico, terror, ansiedad, angustia y, en último término, desplegar dispositivos de control sobre la mente, los cuerpos y la intimidad.
En medio de la crisis, sea de desigualdad, económica, migratoria o epidemiológica, la propensión al odio aflora y fragmenta a las sociedades. Obnubilados los individuos con su singularidad, toman distancia de otros que son percibidos como distintos y distantes. Esa distancia deriva en indiferencia y en violencia a su vez.
Nociones como pueblo, cultura del esfuerzo, destino manifiesto, libertad individual, entre otras, denotan superioridad de unos sobre otros y, por tanto, exclusión social. Y en nombre de ello se despliegan atrocidades que rayan en la violencia física o verbal, y que posicionan un nosotros y un ellos. Las mismas categorías de atrasados, premodernos, subdesarrollados, perdedores o vencidos, conforman ese mosaico de palabras que le brindan un dicotómico telón de fondo histórico a esta sociedad de los extremos.
Sin la luz de la información veraz y sustentada, la era de la post-verdad posiciona a las sociedades en la ignorancia tecnologizada (https://bit.ly/3hkKJXa) y el ciberleviatán se convierte en el único refugio ante la tempestad y el naufragio. Vaciada de referentes, las sociedades no solo evidencian la ausencia de pensamiento crítico en el ciudadano de a píe asediado con la desinfodemia (https://bit.ly/3ixvues), sino que las mismas élites políticas y empresariales son presas de esa orfandad informativa, e incluso el mismo Estado y sus funcionarios son generadores de esas mentiras o noticias falsas (fake news). Esto es evidente hoy día en medio de la crisis epidemiológica global y de la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2C9jsHb). Esto es, los Estados marchan al ritmo de la industria mediática de la mentira, haciendo del miedo la principal divisa en el reforzamiento de las estructuras de poder y en la expansión de las relaciones de dominación. La nueva modalidad de Estado –el Estado sanitizante e higienista (https://bit.ly/3lBM9hE)– es una expresión más del Estado hobbesiano que defiende a los súbditos del miedo a la muerte, y al creer en la existencia de ese peligro, entonces se prefigura un “enemigo” a vencer. En este caso, el COVID-19 y el ciudadano común, sospechoso de contagio.
De cara a la ausencia de respuestas acabadas y de certezas, las mismas ideologías conspiranoicas (https://bit.ly/3ieX2E9) abonan a esta sociedad de los extremos, y lo hacen a partir del maniqueísmo y la victimización. En este juego, la palabra no es un mecanismo para la construcción de significaciones, sino que se posiciona como dispositivo para la distorsión de la realidad y de la génesis de los problemas públicos.
Esta sociedad de los extremos se observa lo mismo en los Estados Unidos desde el 2015 y en el actual proceso electoral, que en el México del 2006 (“López Obrador es un peligro para México”) y del 2020 (“pueblo bueno” y “morenacos” versus conservadores y Frente Nacional Anti-AMLO), entre otras expresiones observadas lo mismo en Brasil, Argentina, Venezuela, Bolivia, España, Francia, etcétera. Sin embargo, la misma orfandad ideológica de estas posturas afianza el hecho de que se trata de una aparente polarización, pues quienes se confrontan son más movidos por el afán de acceder y perpetuarse en el poder para hacer valer sus intereses facciosos, más que por disputar una transformación alternativa y radical de la sociedad contemporánea y de su patrón de acumulación desigual y excluyente. Las diferencias, en el fondo, son de matices y, a lo sumo, de distintas visiones en torno a la gestión y expansión del capitalismo.
Salir de este círculo vicioso amerita vertebrar proyectos políticos que coloquen en el centro la expansión de la cultura ciudadana, así como ir más allá de la ideología falaz de la democratización representativa. Sin información confiable y fundamentada, el camino de las sociedades no será terso, y menos lo será cuando esa misma polarización amenaza con llevarnos al naufragio y a un escenario de posturas irreconciliables y movidas por el odio. Si la emoción no es subsumida por el razonamiento, las sociedades corren el riesgo de incurrir en un maremágnum de confrontaciones donde los más afectados serían los estratos desposeídos tomados como carne de cañón por aquellas élites políticas y empresariales que defienden sus facciones. Solo la cultura política, el pensamiento crítico y la erradicación de la racionalidad tecnocrática alejarán a las colectividades esos riesgos.
Isaac Enríquez Pérez
Twitter: @isaacepunam
Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México
Imagen: Gerd Altmann / pixabay.com