Un príncipe bienintencionado y abatido por la soledad
junio 28, 2020Erase una vez un lejano reino de cuyo nombre se tiene un nebuloso y extraviado recuerdo. Gobernado por un hombre –un príncipe solitario que se hacía llamar Andrés Manuel I– respaldado con más de 30 millones de voluntades y una élite nacionalista de mercaderes, que se abrió paso hasta socavar el poder de una oligarquía rancia, obnubilada y resentida, pese a su talante rentista, extractivista, aperturista y especulador, que le condujo a concentrar importantes tesoros en pocas manos. Tras dieciocho años de tensiones entre el nuevo príncipe y la oligarquía, linchamientos perpetrados por los corifeos de ésta y desbordada polarización social, Andrés Manuel I, antes de ser entronizado, advirtió que, si no se reconocía su inminente llegada a palacio, se soltaría un tigre y él no haría nada por detenerle.
Ese príncipe solitario y bienintencionado llegó al trono de palacio bajo la bandera del combate a la corrupción que esclerotizaba a su reino. Del mismo modo, bajo la consigna “por el bien de todos, primero los pobres”, se acercó a los sectores populares cansados por el ancestral abandono y el implacable látigo de la desigualdad y la privación. Ese lema era, a su vez, un gesto de coqueteo para con las oligarquías rentistas del reino; un llamado de atención para que tomasen en cuenta que su vida de dorados privilegios y posesiones, no siempre legales, quedarían a salvo del peligro que pudiesen implicar los desposeídos y marginados en caso de que osaran alzarse. Sin embargo, en su voracidad por deshuesar las entrañas del Estado, no lo comprendieron así y lo tomaron como una afrenta y como un desafío hacia lo que consideraban, desde arriba y desde siempre, como un designio natural.
Se trataba de un príncipe peculiar, emanado de lo más profundo de su sociedad. Un peregrino incansable; un notable comunicador político que contactaba con las emociones y sentir del pueblo; un luchador social; y un reivindicador de las causas populares más sentidas, que recorrió lo más recóndito del reino, lo más marginal y abandonado. Capaz de mostrar resiliencia ante sus enemigos y de rodar por caminos de terracería para estar cerca del pueblo desposeído y necesitado. Sin embargo, para encabezar el reino, se vio obligado a pactar con los poderes fácticos, con una amplia facción de los barones del dinero, los usureros y con amplios sectores de la clase política que, aprovechando el inagotable esfuerzo y trabajo del ahora príncipe, se acomodaron en las nuevas cortes. Sólo quedaron fuera de esa alianza aquellos rentistas que se resistían a rendir tributo pecuniario al reino y que vivían –por costumbre– del despojo y el patrimonialismo.
Fue tal el poder alcanzado que, antes de arribar a palacio, el nuevo príncipe tomó decisiones para enviar el mensaje respecto a quién mandaría en el reino por los siguientes años y generaciones. Los antiguos señores que sangraron al reino, desde hacía décadas, fueron reducidos a humeantes escombros en el cementerio de la vida pública, pero en su virulento enojo dejaron el terreno minado para reaccionar ante aquello que hiciese el nuevo príncipe en aras de desvanecer sus ancestrales privilegios. Ante la decisión de éste de cancelar la construcción de un mega-aeródromo inundable y depredador, destinado a los viajes extrafronterizos de un minúsculo porcentaje de la población del reino, y que representaba un gran negocio a cien años, la rancia oligarquía condenó la decisión y se aprestó a desenvainar espadas por doquier.
Herida en su orgullo y arrogancia, la oligarquía rentista y sus corifeos mediáticos, se oponían a cuanta decisión tomaba el príncipe y le aprobaba su Parlamento. Cuestionaban las políticas sociales destinadas a los marginados y que fueron elevadas a rango constitucional; la edificación de un nuevo y modesto aeródromo a las afueras de Ciudad Capital; la construcción de un tren que transitaría por las reservas paradisíacas del sur del reino; el rescate y reactivación de la industria energética; y hasta aquello que siempre añoraron los antiguos gerentes de la vida pública: la militarización de las calles y caminos del señorío. Era tal el racismo y el clasismo de esta rancia oligarquía que, obnubilada por su pulsión y arrebato, recurría al amparo jurídico para detener lo que oficialmente se presentaba como beneficios para “el pueblo bueno y sabio”.
El cerco que esta plutocracia desplegó sobre el nuevo príncipe, no sólo se limitaba a la judicialización de las decisiones y las políticas públicas, sino que iba más allá, en aras de ahondar la grieta social del Reino. Despertaron al Estado profundo y clandestino que, desde antaño, movía los hilos de las empresas y ejércitos criminales de la oscura y subterránea ilegalidad y, con ello, sembraron el miedo y la muerte hasta los confines últimos de los territorios fragmentados. Entonces, los cielos se tiñeron de una larga noche criminal, que no cesaba pese al llamado soberano de “abrazos, no balazos”. Financiaron desplegados en la plaza pública digital, así como movilizaciones callejeras para aprovechar el legítimo descontento causado por el agravio histórico padecido por las mujeres que habitaban el reino. También, apostaron al boicot y sabotaje de la vida económica, tras no invertir en el proceso de producción y enviar sus riquezas y tesoros a los paraísos fiscales y a los centros de usura del imperio vecino. Así, combinaron el miedo de la población con la falta de empleo y de crecimiento de la riqueza nacional, para abonar a la desestabilización sociopolítica del reino y coartar, así, el proyecto del nuevo príncipe.
Incapaces, los cortesanos del príncipe. de echar mano del expediente judicial para enviar hacia las mazmorras y calabozos a la “mafia del poder” y a los usureros beneficiarios de la acumulación por desposesión iniciada décadas atrás y a quienes vivían de la muerte y criminalización de los pobres, éstos se resistían a acatar cualquier pacto y tregua. Hasta los antiguos y espurios gerentes seguían en impunidad demencial pese a sus crímenes de lesa humanidad y al despojo que infligieron al reino. Vincent I, alias “El Zorro”, Philippe Falderón, alias “El Manos Ensangrentadas”, y Henry Rocca, deambulaban por doquier sin freno. Los dos primeros, apoyados por la rancia oligarquía, no sólo le robaron el tronó al nuevo príncipe en lustros pasados, sino que apostaban al fracaso de éste para reivindicar sus intereses facciosos e intocables. Tampoco es que el nuevo príncipe quisiese, en el fondo de su ser, dicha tregua. Sabio en los senderos de la confrontación y la división, hacía de ello un régimen de sobrevivencia y potencial ascenso ante sus huestes.
Un buen día de marzo del año 20, llegó a galópate de caballo de hacienda hasta los confines del reino una peste que cimbró las puertas de palacio, y que cambió la vida cotidiana del pueblo.
El cortesano encargado de los problemas de salud pública hacía una sobresaliente y transparente labor en torno a la nueva peste, pese a que el príncipe le contradecía en los hechos en algunas medidas y pese a que los juglares mediáticos tergiversaban sus indicaciones y llamaban a la desobediencia civil.
El soberano, desde el principio, se mostró reticente a cerrar las fronteras del reino y a estipular como obligatorios la cuarentena y el confinamiento ante la amenaza del nuevo enemigo invisible. Pese a que la vieja oligarquía empujaba por la paralización y reclusión total, el príncipe se mostraba displicente. Y ello le significó sendos ataques entre los rabiosos juglares de moda. Su enojo, de nueva cuenta, lo generaba la negativa del príncipe a condonarles tributos y a rescatarles de una crisis que aún no llegaba.
En medio del látigo de la nueva peste, la oligarquía creó una narrativa que rememoraba aquella frase de que Andrés Manuel I “es un peligro” para el reino. A través de una Organismo Virulento No Identificado (OVNI), autonombrado FRENA, acusaron a Andrés Manuel I de desear instaurar el comunismo y de regalar recursos públicos a los desposeídos. Un buen día, desafiando lo que ellos mismos argüían sobre la peste, salieron a la calle minúsculos grupos sociales que enarbolaron el clasismo y el racismo para protestar contra el príncipe solitario.
Extraviada y “moralmente derrotada”, esta oligarquía llevó al extremo su prejuicio y odio a través de la tergiversación semántica. Hablaban de comunismo donde sólo se otorgaban dádivas a los pobres. Hablaban de estatismo donde el mismo príncipe renunció a esa posibilidad (“Los bancos se regulan con los bancos, el mercado se regula con el mercado”); ni qué decir de su lejanía respecto a ímpetus expropiadores de los tesoros privados. Hablaban de destrucción del reino donde miraban la erosión y expulsión de los privilegios que gozaban en antaño. No se enteraban –ni por asomo– que el príncipe, de inicio, había renunciado a toda posibilidad de transformación profunda y radical de las formas y prácticas en sus comarcas, y que sólo aspiraba, pese a su retórica, a una recomposición y reencauzamiento del reino y no a la construcción de un nuevo régimen.
El soberano no sólo adoptó el dogma fundamentalista de la austeridad fiscal, la práctica del “austericidio” y la reducción del aparato burocrático –proclamadas, desde hacía décadas y a tambor batiente, por la Santa Trinidad, cuyas siglas eran FMI, BM y OMC–, sino que también preservó el cordón umbilical de la dependencia con el imperio del norte, se sujetó a los humores y vaivenes del monarca vecino, y movió a los ejércitos para que sellaran las fronteras del reino y los pobres de otras comarcas no cruzaran hacia ese norteño punto cardinal. El nuevo príncipe, pese a asegurar que tiene “las riendas del poder en las manos”, tampoco tuvo la voluntad de “limpiar las escaleras de arriba a abajo” y de “mover al elefante reumático”. Mucho menos se atrevió a emprender una reforma al tributo (no) pagado por los acaudalados. El imperio de la ilegalidad, la violencia y la impunidad campeaba a sus anchas, pese a que el príncipe declaró que “al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”. Más aún, el soberano abdicó a la posibilidad de una real y efectiva reforma del Estado.
Conforme avanzaba el principado, pese a los cambios cosméticos y las concesiones del tesoro público destinadas a los pobres –que no era, en sí, un logro minúsculo–, se imponía en el reino el gatopardismo; la práctica de cambiar para no cambiar. Y eso era así porque el soberano jamás apoyó sus ideales en lo que los letrados de aquellos tiempos denominaban cultura ciudadana y movilizaciones de base popular. La noción de pueblo era más un difuminado emblema mañanero.
Hasta aquí –por ahora– el relato sobre este príncipe extraviado en el naufragio de su soledad y de sus buenas intenciones. Sin embargo, cabe aún narrar que, desde las profundidades de la ficción, súbitamente, un vago recuerdo tomó por asalto la mente de quien humildemente escribía con su pluma, y se dibujaron en su imaginación las letras que componen el nombre de ese reino imaginario: el Reino MX, el reino de la corrupción y la impunidad…
Esta historia continuará…
Postdata. A dos años de la proclamación del citado príncipe y a un año y medio de su coronación, este relato distópico no es más que una ficción que asume que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
Isaac Enríquez Pérez
Twitter: @isaacepunam
Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México
Fotografía: Alexas_Fotos / pixabay.com