La pandemia y el colapso en la legitimidad del Estado
agosto 2, 2020Cuando menos desde 1968, con el inicio de la crisis ideológica del liberalismo, el Estado contemporáneo experimenta –con distintas intensidades, según la latitud del mundo y su grado de desarrollo y de densidad institucional– un desencanto entre los ciudadanos y una pérdida de fe respecto a sus capacidades institucionales y operativas para resolver los problemas públicos más acuciantes que laceran la vida cotidiana de sus poblaciones. Hacia la década de los ochenta –en el contexto de la crisis estructural del capitalismo–, en naciones como las europeas y los Estados Unidos se desvaneció el Estado de bienestar derivado del pacto social de la segunda posguerra entre el sector público, el capital y la fuerza de trabajo. En tanto que, en el Sur del mundo, el ideal del desarrollo nacional se extravió en el largo y oscuro túnel del fundamentalismo de mercado y de la autoridad fiscal; de tal forma que el Estado desarrollista fue diezmado del horizonte de las decisiones públicas y del imaginario social de las élites político/tecnocráticas. El fin de la sociedad salarial (noción introducida por el economista francés Michel Aglietta) y el ascenso de las incertidumbres ante la metamorfosis del salariado (Robert Castel), aceleraron en las últimas décadas estos procesos de reestructuración y transformación de los Estados.
Todo ello socavó los mecanismos de legitimidad y convencimiento en torno a la idea de Estado como forma de organización social y como macroestructura institucional capaz de atender las necesidades y urgencias de las sociedades. La pandemia del COVID-19 no sólo torna inoperantes y postrados a los Estados, sino que disuelve sus funciones tradicionales en el mar de la confusión, el desconcierto, la imprevisibilidad y la improvisación ante la avanzada de una crisis epidemiológica global que no sólo tiene implicaciones sanitarias, sino alcances civilizatorios que –a partir de las decisiones públicas y corporativas– precipitará un cambio de ciclo histórico y que es parte de una larga crisis sistémica y ecosocietal desdoblada en múltiples manifestaciones. Esto es, la pandemia tornó disfuncionales a las decisiones públicas y las condujo por la sinuosidad de lo reactivo, más que por el recto sendero de lo proactivo.
Desde España e Italia, hasta Estados Unidos, pasando por Brasil, Ecuador y México, los Estados fueron rebasados por la avanzada del coronavirus SARS-CoV-2. Y ello tiene su génesis en la retracción del sector público en amplios campos de la vida social y, en especial, en la provisión de los servicios de salud y de los cuidados. El signo de ello es el sistemático desmantelamiento de los sistemas sanitarios y la privatización de facto de la atención médica ante la insuficiencia, ineficiencias, corruptelas y las restricciones presupuestales en la provisión de los servicios públicos.
Los mismos Estados no escapan a la misma incertidumbre y a sus múltiples manifestaciones en las sociedades contemporáneas. Si bien se instaló un patógeno invisible, expansivo, ubicuo y letal, que puede argüirse que tomó por asalto a la humanidad, la realidad es que su génesis e irradiación no se comprenden sin las decisiones (u omisiones) específicas tomadas desde los Estados durante las últimas décadas.
Las enfermedades no son fortuitas, sino fruto de patrones de consumo, estilos de vida, hábitos y excesos que le endilgamos al organismo humano. Ello va de la mano de la normalización, el encubrimiento y el negacionismo. Entonces se instaura un sistema de gestión de la enfermedad, de cuidados paliativos y de postergación de la muerte, que representa grandes negocios hospitalarios y farmacéuticos, pero que también se configura como dispositivo de control del cuerpo, la mente y la intimidad. Y aquí entra la negligencia histórica del Estado al privilegiar una medicina curativa y paliativa por encima de la medicina preventiva. Durante décadas, fue desdeñada la atención primaria a través de la especialidad de la medicina familiar y comunitaria. De tal modo que se privilegia la atención a los síntomas y efectos de la enfermedad y no las causas últimas, pese a que existen altas dosis de conocimiento y estudios sistemáticos en torno a las causas y manifestaciones de padecimientos crónico/degenerativos y otros como la depresión y los trastornos mentales.
En el manejo de la actual crisis sanitaria, los sistemas de salud pierden de vista que estás afecciones respiratorias –según la mirada de la naturopatia y de especialistas con los cuales conversamos– responden a amplios procesos de adaptación y de reconfiguración del sistema inmunitario que crea nuevas defensas para el organismo. Y que dichos procesos naturales llegan a ser letales para aquellos organismos debilitados e invadidos por co-morbilidades. Estas afecciones respiratorias agudas tienen relación con estados emocionales de miedo, ansiedad, angustia y tristeza, que tienden a debilitar el sistema inmunitario y a exacerbar la exposición de los organismos debilitados a un sinfín de padecimientos. No menos importante en el curso de estas enfermedades es la exposición del organismo humano a contaminantes atmosféricos, a la práctica cotidiana de hábitos alimenticios precarios que mal nutren y generan desnutrición, así como a la masificación del uso de tecnologías que emiten potentes radiofrecuencias que modifican las funciones de las células, tejidos y órganos. De ahí la estrecha relación causal de la actual pandemia con los patrones de producción y consumo, la degradación de la atmósfera y la contaminación de los suelos y el agua.
La pandemia del COVID-19 evidencia que los Estados sucumbieron ante la industria mediática de la mentira, para que ésta manejase la crisis epidemiológica global desde una óptica descontextualizada, fragmentaria y circular, privilegiando la obsesión por el dato y la trivialización de la muerte.
Tanto los Estados como los mass media manejan la pandemia como si fuese un “estado de guerra permanente” tras el asedio de un “enemigo invisible” cargado de una letalidad sobredimensionada. Y es allí donde las concepciones y las significaciones en torno a la crisis sanitaria hacen del Estado más un gestor reactivo que una entidad capaz de resolver los problemas públicos y sus causas últimas.
En su manejo desde el Estado y los mass media, el coronavirus SARS-CoV-2 fue sobrecargado de significaciones excesivas y llevado al banquillo de los acusados como el causante principal de todo flagelo social, incluido el maremágnum de la inducida crisis económica/financiera y de desempleo –crisis que evidencian también las ausencias estatales. El virus es visto como una entidad ajena o exógena a la humanidad –como un extraterrestre o alienígena invasor que nos tomó por sorpresa–, y con ello los tomadores de decisiones se descargan de responsabilidades. Entonces, se pierde de vista la totalidad y se descontextualiza la lógica de sistema complejo que adopta la pandemia. En ello, los Estados son, en buena medida, responsables ante la irradiación masiva de noticias falsas (fake news) desde sus tribunas y ante las decisiones erráticas –intencionales o no– tomadas por sus policy makers.
El virus es sólo una parte del todo, y aunque tiene relaciones sistémicas con la totalidad, se pierde de vista que es sólo una de las dimensiones de este hecho social total materializado, simbolizado y sintetizado en la pandemia. Las fuerzas, factores y circunstancias que le dan forma a la crisis epidemiológica global, tienen un mayor alcance y profundidad que la estricta manifestación biológica del coronavirus SARS-CoV-2. Sin embargo, la misma confusión epocal torna a los Estados y a sus gobernantes y policy makers en entes estupefactos y petrificados en sus concepciones sobre la realidad social.
El colapso de la legitimidad de los Estados también hunde sus raíces en la pérdida de soberanización en torno a la producción de insumos y productos sanitarios. El complejo del llamado big pharma es tan poderoso como el complejo militar/industrial al manejar –hacia el año 2018– ingresos por 1.2 billones de dólares (https://bit.ly/2PmDK3j). Así, la industria farmacéutica no sólo se desinteresa de la investigación básica para desarrollar nuevos antibióticos y antivirales que no sean rentables, sino que coloca a los Estados en una situación de dependencia respecto a sus designios y de desnacionalización en materia de decisiones estratégicas. En nombre de la búsqueda del antídoto y de la erradicación de la nueva peste, el big pharma se apresta –en connivencia con los gobiernos y los organismos internacionales– a desplegar un sofisticado dispositivo de control del cuerpo y de mesianismo aséptico que engarza con el higinismo como nueva ideología y con la emergencia de un Estado sanitizante.
Omisos los Estados en la regulación de la industria farmacéutica y de la industria mediática de la mentira, no sólo se instaura el miedo, sino también la obscenidad por el dato, el cerco de la muerte convertida en ficción, así como la vulnerabilidad que coloca a la humanidad en la indefensión y en la urgencia de protección, aún a costa de sacrificar las libertades fundamentales.
Y es aquí donde hace acto de presencia el confinamiento global ordenado por los Estados, aún sin valorar del todo su viabilidad y sus efectos negativos directos e indirectos en otras esferas de la vida social –principalmente en la monumental crisis de desempleo que ya ronda los 400 millones de parados en el mundo. El distanciamiento físico se tornó distanciamiento social y atomización de la sociedad. Si bien el coronavirus SARS-CoV-2 se transmite por vía mucoso/respiratoria, más no cutánea, sanguínea, sexual o genital, el asalto a la intimidad y a la libertad alcanzó altas dosis de control. No sólo se limita la movilidad, sino que se impone la censura al contacto, a la cercanía, a la convivencia, y al ejercicio de la intimidad a seres gregarios que, de antemano y como juicio sumario, son asumidos como foco de infección y como fuentes potenciales de riesgo y atentado contra los demás. Si bien, históricamente, las cuarentenas y confinamientos son efectivos para frenar la irradiación de agentes patógenos, la realidad es que estas decisiones públicas son simples paliativos temporales que no resuelven las causas de los problemas sanitarios, sino que sólo postergan o dosifican el cauce propio de la enfermedad y de la convivencia de los organismos humanos con los virus y bacterias. A su vez, estas decisiones públicas gestan otros problemas relacionados con el aislamiento: pensemos en la emergencia de padecimientos emocionales que atacan y debilitan el sistema inmunitario al ser los individuos presas del miedo y la angustia, y la masificación de otras enfermedades que no son atendidas por los sistemas sanitarios al privilegiar la atención al COVID-19.
De ahí el talante biopolítico de la gran reclusión y su uso como dispositivo de control en aras de sembrar pánico y urgencia de protección estatal. La apuesta con estas decisiones públicas, entonces, es por restablecer la legitimidad perdida por los Estados en las décadas previas.
Sin embargo, el tema de la legitimidad carente no se detiene aquí. En plena pandemia, el manejo realizado por los Estados y la acción colectiva global muestra fisuras monumentales difíciles de encubrir o silenciar. Por ejemplo, con el ascenso del llamado filantrocapitalismo, figuras corporativas como Bill Gates –quien, por cierto, no fue elegido por los ciudadanos como líder a través del voto– se erigen como supuestas autoridades en materia de epidemias y vacunas, asumiendo que su voz revela la verdad última en el contexto de la crisis epidemiológica global. Aficionado a las ideologías neo-malthusianas que apuestan a la reducción de la población mundial, Gates defiende las bondades de las campañas de vacunación y, con ello, los intereses empresariales del big pharma. Evidenciando todo ello la ausencia de estadistas con presencia y peso mundial, así como el extravío de las élites político/tecnocráticas para encauzar la pandemia en el marco de una acción colectiva global y multilateral. No menos importante es la crisis de bienes públicos globales tras no asumir los Estados la investigación, producción y distribución en torno a las vacunas.
No menos importante es el ocultamiento de información por parte de entidades como la Organización Mundial de la Salud (OMS) respecto a expertos que intervinieron en la gestión de la crisis de la influenza A/H1N1 durante el 2009/2010 y que, a su vez, sostuvieron vínculos financieros con laboratorios farmacéuticos como Roche y Glaxo, suscitándose un conflicto de intereses de considerables magnitudes (https://bit.ly/3fjZ7NA) en torno a esta gripe porcina.
Durante los últimos meses varios ministros, jefes de gobierno y epidemiólogos oficiales, a nivel mundial, reconocen –uno tras otro– la sucesión de fallos y errores en la gestión de la pandemia del COVID-19 por parte de los Estados. Desde el socialdemócrata gobierno sueco, que se limitó a la laxitud en sus recomendaciones sanitarias para no parar las actividades económicas y de esparcimiento en los meses previos, apelando con ello a la responsabilidad cívica de los ciudadanos, pero que devinieron dichas medidas en una alta tasa de mortalidad per cápita, reconoció en voz de su epidemiólogo principal Anders Tegnell los fallos en su estrategia sanitaria (https://bit.ly/2DdEqpg), inaugurándose con ello una comisión de investigación respecto a este tratamiento de la crisis pandémica (https://bit.ly/3go6c0L). Hasta gobiernos conversadores como el de Chile, que reconoció errores en las proyecciones relativas a contagios y muertes (https://bit.ly/2Dabu1A). Por no mencionar, pese a los confinamientos estrictos, las negligencias médicas presentadas en asilos o residencias de ancianos en países como Italia, Francia y España; así como la saturación de los hospitales, la carencia de material sanitario y la baja calidad en la atención brindada a las personas mayores en este último país (https://bit.ly/2BTf7IE), en el marco de lo que se definió como una escalada de errores estratégicos, tácticos y operativos (https://bit.ly/3gkKxqr).
La confusión abierta entre los líderes políticos, los especialistas sanitarios y los mass media, también contribuye a ahondar esta crisis de legitimidad de los Estados. Es el caso de los Estados Unidos y de Brasil, que hacia el 31 de julio concentraron, respectivamente, 4’696,297 y 2’708,876 de infectados, y 156,621 y 93,616 muertos por COVID-19 (primero y segundo lugares a nivel mundial en ambos rubros), son evidencia del manejo pernicioso de la pandemia por parte de los múltiples intereses creados. Desde el cumplimiento irregular de los confinamientos, y la proclamación, por parte de Donald J. Trump y de Jair Bolsonaro, de la relajación de la cuarentena. Hasta las actitudes y comentarios confusos de ambos mandatarios y la consecuente distorsión y magnificación mediática de sus dichos; los desacuerdos y confrontaciones de ambos presidentes con gobernadores y alcaldes; el anuncio de antídotos contra el COVID-19 como la hidroxicloroquina, que es objeto de cruentas disputas entre la administración Trump y el complejo del big pharma y la industria de la vacunación –y cuya cara visible es representada por Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID, por sus en inglés)– que corrompieron un estudio científico para sabotear el uso de esta sustancia activa y para entronizar a la vacuna como la única alternativa (https://bit.ly/30loeuQ); así como la constante remoción de ministros de salud en el caso del país sudamericano. Son todos ellos factores que agravan la crisis sanitaria en estas latitudes y socavan toda posibilidad del Estado para contener el padecimiento y evitar el colapso de su legitimidad.
La debilidad y fragilidad institucional en naciones como México, evidencia que la pandemia no sólo exacerba la crisis de Estado en una sociedad subdesarrollada como ésta, sino que –pese a la eficaz campaña de comunicación social que acompaña la atención pública al COVID-19– marca la pauta para que afloren intereses creados y facciosos que no consideran las necesidades y urgencias de la población. Hechos como la alteración en los certificados de defunción –robados, por cierto– de las causas de muerte para consignarlas como no provocadas por el COVID-19 (https://bit.ly/316PNaM), así como los riesgos a que se expone la población con el uso determinados tipos de gel desinfectante que contienen metanol (https://bbc.in/2Drfw5z), son evidencia de la impunidad, de esa ausencia del Estado y de su incapacidad en la preservación de la integridad física de los ciudadanos.
A grandes rasgos, este colapso de legitimidad de los Estados no sólo tiene que ver con sus funciones estrictamente operativas en la provisión de servicios básicos y en la reivindicación de los derechos sociales básicos, sino que se relaciona también con el destierro del pensamiento utópico y con la incapacidad de las élites políticas e intelectuales para imaginar, pensar y (re)pensar el futuro y la construcción de escenarios alternativos que ventilen las decisiones públicas. Los procesos decisionales están expuestos y se encuentran preñados de variados intereses creados que se distancian de las necesidades y urgencias de los ciudadanos, y que se empalman con la indiferencia y desinformación de amplios contingentes de la población. La construcción y (re)invención de una cultura política ciudadana que sea un contrapeso real ante las élites políticas y empresariales es un imperativo impostergable de cara a la crisis civilizatoria que se agrava con la pandemia. Y ello atraviesa por el acceso, de parte de los ciudadanos a información verídica que aliente amplios procesos formativos y de deliberación, y que les conduzca en la demanda de la satisfacción de sus derechos fundamentales.
Isaac Enríquez Pérez
Twitter: @isaacepunam
Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México
Imagen: Enrique López Garre / pixabay.com