La universidad y las juventudes en la era post-pandémica
diciembre 19, 2021 Desactivado Por La Opinión deLa pandemia del COVID-19 cimbró las formas de ser, pensar y representar a la realidad en las sociedades contemporáneas. No fue sólo que un nuevo coronavirus gravitara en nuestras vidas y desafiara las formas en que nos organizamos y desplegamos la cotidianidad. La pandemia es algo más que el hecho de ser asaltados por este agente patógeno y enfrentarnos al riesgo de la vulnerabilidad humana. Que este virus quebrante la salud de los organismos humanos es algo en sí mismo doloroso por las secuelas de angustia e incertidumbre en la vida familiar y en la intimidad. Se quiera o no se quiera ver, la pandemia se alzó ante nosotros como un hecho social total y se engarzó con un cambio de ciclo histórico que trastoca todas y cada una de las esferas de la vida social: desde las formas en que nos organizamos para satisfacer las necesidades básicas a través del trabajo; el ejercicio de las relaciones de poder y los mecanismos en que se construyen las decisiones públicas; las maneras de producir y difundir el conocimiento; los modos en que se comunica e informa anteponiendo el miedo y sus nuevas significaciones; el cauce que tomaron las relaciones cara a cara con el distanciamiento social; e, incluso, en las formas de concebir e interactuar con la enfermedad y la muerte. Si la organización del trabajo y la relación de las sociedades con la tecnología cambiará drásticamente en los siguientes años y décadas, las universidades no se encuentran al margen de ello ni escapan a las inercias y avatares del cambio de ciclo histórico que se perfila con la crisis epidemiológica global.
Salir del oscuro callejón de la pandemia atraviesa por la urgencia impostergable de deconstruir el consenso pandémico y de romper los grilletes del miedo, el pánico y la mentira. Si la pandemia, desde el inicio, se manejó mediática y políticamente como una guerra y como un estado de sitio, la verdad como principio rector de la relación percepción/mundo fenoménico fue la primera víctima que cayó diezmada y con ello toda posibilidad de pensar y disentir desde la imaginación creadora y la erradicación de ataduras mentales.
Una de las organizaciones que mayor exposición experimentó frente a este estado de sitio que se desplegó en el mundo con la gran reclusión fue la universidad y con ello los jóvenes como las principales víctimas de este proceso.
Pese al aporte incuestionable de las tecnologías de la información y la comunicación, la universidad experimentó un desanclaje respecto a la vorágine de acontecimientos sintetizados en la pandemia en tanto crisis sistemática y ecosocietal. En principio, en las universidades predomina una estructura fragmentada, compartimentalizada y unidisciplinar –o, si acaso, multidisciplinar– en la producción y difusión del conocimiento, y esa dispersión es, en sí misma, una argamasa o una coraza que impide la observación y la teorización en torno a la totalidad y el carácter sistémico y multidimensional de la realidad y de la vida en sociedad.
El predominio de estas miradas fragmentarias no sólo significa un problema respecto a la forma en que se ejerce el arte de conocer y el oficio de enseñar en las universidades, sino que también es una problemática que se extiende al ámbito propio de las decisiones públicas y a las formas en que desde ese escenario se concibe a los grandes problemas mundiales y locales. Tal vez por ello –y también por los mismos intereses creados en torno a la pandemia– se impuso una concepción estrictamente sanitaria que monotematizó los alcances del fenómeno y las posibles soluciones para salir de la crisis. Que las vacunas fuesen concebidas como la única solución ante la crisis sanitaria, habla no sólo de esos intereses creados del Big Phama, sino de la cortedad de miras y del cortoplacismo que predomina en las formas en que se representa la realidad y se trata de intervenir en el curso de sus contradicciones. Ni qué decir respecto a un consenso pandémico que omite la urgencia de cambiar radicalmente el patrón de producción y consumo o la apropiación depredadora y extractivista sobre el territorio; la imperiosa necesidad de modificar la relación naturaleza/sociedad/proceso económico sobre cauces que no sean los propios de la acumulación irrestricta de capital y que ahora se disfraza de un Green New Deal; así como el carácter estrecho y la miopía de la racionalidad tecnocrática, del fundamentalismo de mercado y del individualismo hedonista. Y aquí surge otro nudo problemático en la relación universidad/sociedad/modelo de desarrollo, y es el relacionado con el socavamiento del mismo pensamiento crítico.
Es importante hacer una acotación: sin pensamiento crítico no sólo tiende a petrificarse el conocimiento mismo y sus dinámicas creadoras, sino también la sociedad misma se interioriza en los abismos del anquilosamiento y de las actitudes retardatarias respecto al cambio social.
Con la pandemia y el confinamiento global estás tendencias se exacerbaron. Por un lado, el pensamiento crítico experimentó un extravío que nubló toda posibilidad para (re)pensarse a sí mismo y sobre bases de mayor creatividad y lucidez. Por otro, desde el predominio del consenso pandémico y la construcción mediática del coronavirus se desplegaron dispositivos de control y disciplinamiento de la mente y la conciencia, y ello en el contexto más amplio de la instauración de un régimen bio/tecno/totalitario modelado por la ideología del higienismo y que inhibe las posibilidades de disenso y de diálogos multidireccionales e interculturales que privilegien la diferencia en las formas de pensar, concebir e intervenir sobre el mundo fenoménico. Entonces, maniatado el pensamiento movido por la imaginación creadora, es eclipsada toda posibilidad de asumir al conocimiento como praxis transformadora de la realidad.
La pandemia como dispositivo de control y disciplinamiento evidenció también el arrinconamiento de la universidad en la construcción de las significaciones. Un sofisticado complejo comunicacional/digital movido por el miedo y la emoción pulsiva que deambula por las redes sociodigitales configuró una narrativa contradictoria que aventuró la noción de un “enemigo invisible” que de manera sobrenatural ataca a los organismos humanos, y de que toda crisis acentuada en los últimos dos años es causada por ese agente patógeno. La universidad perdió trascendencia en la creación de narrativas orientadas a explicar el cómo y el porqué de los fenómenos. Común se tornó la imagen de un comunicador callando o censurando a algún académico o científico al tratar los temas de la pandemia. Pero también común fue el retiro autoimpuesto de la academia cuando menos durante el año 2020. Al miedo inmovilizador se sumaron las posiciones acomodaticias, la autocomplacencia y la paralización de la creatividad.
Si el conocimiento es una construcción social, un proceso colectivo que implica intensos diálogos sustentados en el rigor metodológico y en la constante contrastación empírica, la gran reclusión se nutrió de una narrativa del miedo que apeló al distanciamiento físico y, sobre todo, al distanciamiento social. En ese trance las posibilidades de interlocución e intercambio multidireccional se truncaron, pese a la plataforma de Zoom y a la digitalización de la universidad. El saldo de ello fue el ninguneo del estudiante y la pasividad y unidireccionalidad de los procesos de enseñanza/aprendizaje. A su vez, las universidades evidenciaron capacidades limitadas para operar en ambientes digitales bajo renovados criterios pedagógicos, didácticos y regidos por la centralidad del estudiante y de las especificidades de los espacios locales donde interactúan los mismos jóvenes y los académicos.
La universidad que emergerá de la pandemia no será la misma que se conoció hasta antes del año 2019. La era post-pandémica será una donde privará la radicalización de la incertidumbre y donde el nuevo patrón tecnológico que ya se instaura le dará mayor forma a la sociedad de los prescindibles y desplazará a un importante cúmulo de profesiones universitarias y de oficios manuales o propios del sector servicios. Y en ese maremágnum los jóvenes serán, de nueva cuenta, los excluidos y las víctimas.
Sin embargo, ante las crisis multidireccionales que convergen en la pandemia o que se aceleraron con ella, las juventudes tienen ante sí un torrente de oportunidades si su actitud se guía por el proactivismo y la creatividad. En principio, si las universidades enfrentan el desafío de reformarse activamente y de dejar a un lado su actitud adaptativa y pasiva, necesitan del talento y la mirada fresca y dinámica de los jóvenes para romper con las inercias conservadoras de esas organizaciones. Desde las juventudes y sus múltiples identidades y vocaciones es posible impulsar las miradas interdisciplinarias que rompan los cartabones y diques del convencionalismo académico. Del mismo modo, las juventudes, por su propia proclividad a la vanguardia, están llamadas a brindarle un nuevo sentido al pensamiento crítico y a adoptar nuevas formas de construir conocimiento. Es algo factible porque en ningún momento de la historia de la humanidad las juventudes tuvieron al alcance de su mano los cúmulos enormes de información y conocimientos. Por otra parte, las juventudes, con su creatividad innata podrían trastocar las estructuras de poder, dominación y riqueza y los cauces mismos del proceso económico al apoyarse en las tecnologías de la información y la comunicación y al innovar en materia de autoempleo y nuevas formas de satisfacer sus necesidades. Esa es la oportunidad que abre la crisis pandémica a las nuevas generaciones y puede ser también la contribución fundamental de estos grupos etarios en el mundo post-pandémico. La universidad, por su parte, tiene mucho que aprender de esas juventudes y de su imaginación creadora.
Isaac Enríquez Pérez
Twitter: @isaacepunam
Académico de la UNAM
Imagen: Alexandra Koch / pixabay.com