Líneas difusas

Líneas difusas

septiembre 12, 2019 Desactivado Por La Opinión de

Hay una costumbre bastante española, aunque me atrevería a decir latina –y si me apuran, mundial–, de reconocer los méritos y rendir honores a las personas una vez que fallecen. Mientras que están en vida, intelectuales, artistas, políticos o demás personajes de la vida pública suelen estar bajo la implacable lupa del ciudadano y de los medios de comunicación, siendo en ocasiones víctimas de críticas feroces o de un escrutinio exhaustivo que excede los límites de lo razonable.

En muchas ocasiones, las críticas y/o comentarios ni siquiera se refieren a su actividad profesional o pública, sino que se centran en cuestiones de índole personal. Y es entonces cuando surge el debate sobre si las figuras públicas tienen derecho a la intimidad o si su proyección pública anula cualquier resquicio de privacidad. Este tema, que no tiene casi nada de nuevo, ha producido ríos de tinta tanto a nivel académico, como jurídico o divulgativo y, por lo general, se ha basado en un consenso bastante generalizado sobre la necesidad de preservar la intimidad de las personas, independientemente de su nivel de reconocimiento o popularidad.

Sin embargo, la figura del político suele despertar controversia también en este ámbito. Y es que si bien los políticos son profesionales que desempeñan una función pública y tienen derecho a una vida privada, la naturaleza de su actividad requiere de cierta ejemplaridad y compromiso que no debe circunscribirse únicamente a lo estrictamente laboral. La cuestión es bastante espinosa y difícil de resolver, no se crean. ¿Tenemos los ciudadanos derecho a saber si nuestros políticos sufren algún tipo de enfermedad física o mental?, ¿debemos tener acceso a sus antecedentes penales?, ¿y a información sobre su patrimonio? La lista de preguntas puede ser inmensa y la respuesta a esta problemática demasiado compleja.

Podría decirse que todas aquellas cuestiones que no interfieren directamente con su función deben quedar relegadas al ámbito personal y, por tanto, no ser de dominio público. No obstante, a veces la línea es demasiado difusa. Pienso, por ejemplo, en cuestiones de salud. ¿Debe hacerse público un trastorno psicológico de un candidato aunque esté bajo tratamiento y en principio no exista ningún riesgo de interferencia en su desempeño? O, ¿debe ser público el patrimonio personal de los políticos o únicamente debe darse cuenta de si se produce un enriquecimiento ilícito?

Como para casi todo, no tengo una respuesta clara. Hay demasiados matices difíciles de sintetizar en 500 palabras. Y, aunque la tuviera, preferiría reservármela para invitarles a pensar y que cada quien sacara sus propias conclusiones. En cualquier caso, aprovecho la ocasión para reivindicar la necesidad de transparencia en todos los ámbitos que afectan a la función pública y de prudencia en las líneas difusas. Esto es, no utilicemos cuestiones personales para crear morbo, espectáculo o negocio. El político, al igual que otros profesionales, es un ser humano con una serie de derechos civiles y políticos que deben de ser respetados. La particularidad de su función hace que quizás sus ámbitos de intimidad, en algunos espacios, sean más restringidos, pero esto nunca ha de ser aprovechado para traspasar barreras legales ni éticas.

Que la información es poder, todos lo sabemos. Pero si queremos representantes íntegros, tengamos también sociedades íntegras y valoremos a nuestros líderes con parámetros razonables. Fijemos límites, respetémoslos y actuemos en consecuencia dentro de ellos. Si no, no tendremos excusa para quejarnos del pan y circo de la política porque nosotros seremos, en cierta parte, los responsables del espectáculo.

Mélany Barragán

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