Los náufragos de la pandemia y de la gran reclusión
julio 5, 2020La humanidad contemporánea construye y vive en una sociedad paradojal: por un lado, notables avances y progresos científicos, tecnológicos y médico/sanitarios que hacen más llevadera y duradera la existencia; y dinamizados –estos avances– por la revolución del informacionalismo y la inteligencia artificial. Por otro –y muy distante de lo anterior–, el ensanchamiento de las brechas de desigualdad social, y la centralización y concentración de lo frutos del progreso tecnológico en manos de quienes toman las decisiones en el mercado. Esa paradoja es el caldo de cultivo para la gestación e irradiación de las epidemias y para la indefensión y marginación de amplios segmentos de la población mundial. A esta paradoja se suma la tergiversación semántica y la palabra como territorio de disputa entre los intereses creados que perfilan el telón de fondo de la actual pandemia.
Cabe enfatizar que la desigualdad social y económica es consustancial al carácter contradictorio del capitalismo y a las relaciones de explotación que rigen la acumulación de capital. Esta desigualdad no la generó el coronavirus SARS-CoV-2, pero sí la potenció y radicalizó sus efectos sobre amplios contingentes de seres humanos. Más por los efectos de una crisis económica inducida desde las estructuras corporativas globales, que aprovechan la coyuntura para las masivas transferencias de presupuestos públicos a manos privadas, en nombre de un falso rescate que no toma en cuenta al trabajador, ni el ingreso de los hogares, ni a las pequeñas y medianas empresas que son, en realidad, las que sostienen la economía mundial a través de la masiva generación de empleos y de sus labores de proveeduría a las redes empresariales globales.
Independientemente de la clase social que conforman los ciudadanos en todo el mundo, la gran perdedora con la pandemia y su magnificación mediática es la misma humanidad. Asediada por el miedo a la enfermedad y la muerte, asaltada por el pánico e invadida por la vulnerabilidad y la desolación, la población mundial –por vez primera– fue sincronizada en sus emociones y sensaciones al calor del peligro ante la irradiación de un “enemigo” invisible. Desde el confinamiento global –aceptado con docilidad y, en no pocos casos, hasta con autocomplacencia– y la dictadura de la mascarilla, hasta el monitoreo de la temperatura corporal y de los infectados a través de aplicaciones de telefonía móvil, se impuso la incertidumbre, el miedo y la necesidad de protección por encima de libertades básicas. Las generaciones contemporáneas experimentan –tal vez por vez primera en sus vidas– la sensación de vulnerabilidad y fragilidad en tiempo real, las 24 horas del día y a escala planetaria. En ello radica la globalización y sus manifestaciones en fenómenos sanitarios como el vivido.
La cotidianidad de la población mundial y el ejercicio de los derechos ciudadanos son alterados con el confinamiento global; y más en aquellas sociedades nacionales donde éste fue estipulado como obligatorio. Súbitamente, los individuos y las familias fueron recluidos y limitados en sus libertades de movilidad aún sin su consentimiento, bajo la excusa de “salvar la vida”, “prevenir contagios” y “evitar el colapso de los sistemas sanitarios”. A primera vista, la intención es loable por parte del nuevo Estado sanitizante o higienista, pero en esas decisiones públicas subyace celeridad; falta de atención a casos específicos respecto a la irradiación del virus entre las poblaciones; y afanes de control autoritario –y hasta totalitario en no pocos casos– sobre los cuerpos y la mente. Además, el distanciamiento físico devino en distanciamiento social y en un destierro de los ciudadanos respecto al espacio público que les corresponde por esencia. En este ejercicio, los Estados encontraron el terreno fértil para intentar restablecer –en nombre de la sanitización o el higienismo– la legitimidad perdida durante las últimas cinco décadas. La exacerbación del miedo y el pánico no sólo inmovilizó y recluyó a las poblaciones, sino que afianzó e incrementó el poder y dominación de los Estados en sus sociedades a través de la biovigilancia y la bioseguridad.
Así pues, la socialización es una víctima potencial de una gran reclusión que coarta la necesidad natural y la espontaneidad del contacto con los otros. Al tiempo que siembra la desconfianza, la nueva peste abre las vetas de la discriminación y la segregación –que no sólo recae sobre pacientes infectados, sino sobre el personal sanitario– y la criminalización de los infectados y enfermos por parte de la industria mediática de la mentira y de los gobiernos. El “otro” es visto como un apestado, como un enemigo del cual huir y al cual poner distancia no sólo física, sino también social. El correlato de todo ello es la ansiedad e innumerables padecimientos mentales, fruto del encierro obligado, la angustia y frustración ante la incertidumbre laboral, y el pánico ante la posibilidad abierta de enfermar y no contar con medicamentos que acerquen el alivio y vacunas que prevengan el contagio.
La palabra y la verdad conforman una mancuerna vilipendiada y reducida a víctima desechable en medio del maremágnum de la industria mediática de la mentira. La razón –desplazada por las emociones– y la verdad –colapsada por el rumor–, son víctimas de un virus ideológico y de una desinfodemia que encubren, invisibilizan y silencian las causas de la crisis epidemiológica global y los intereses creados que inducen la crisis de la economía mundial e imponen el confinamiento global. En la era post-factual, la palabra y la verdad son eclipsadas por la tergiversación semántica y expuestas –en aras de instaurar nuevos dispositivos de control del cuerpo y de la mente– a las disputas propias de las estructuras de poder, riqueza y dominación.
Las sociedades subdesarrolladas, como las latinoamericanas –que son ya el epicentro mundial de la actual pandemia–, no sólo perderán con la caída de los principales indicadores macroeconómicos –el Banco Mundial pronostica una contracción del 7.2%–, sino también en vidas humanas –la Organización Panamericana de la Salud plantea un escenario de 430,000 muertes hacia el primero de octubre. El desbordamiento de los sistemas sanitarios y la inducida quiebra de los mismos, durante las últimas décadas, con el influjo de las políticas de austeridad fiscal, son parte de la causalidad de esta bancarrota social de los derechos.
Que entre los diez países con mayor cantidad de infectados por el COVID-19 se encuentren cuatro latinoamericanos (Brasil, segundo; Perú, séptimo; Chile, octavo; y México, décimo), evidencia no sólo el látigo implacable de la desigualdad, sino la entronización de la corrupción, el desmonte del Estado desarrollista y de las responsabilidades estatales en materia sanitaria, así con el mar de pobreza e informalidad laboral que afecta al grueso de la población de la región. La epidemia no afecta por igual a todos: pobres radicados en los cinturones de miseria, en las favelas y en las villas populares, están más expuestos a la epidemia y enferman más que los residentes de barrios acomodados.
La otra víctima de la pandemia –y de su manejo mediático faccioso en el ámbito de las relaciones internacionales– son los regímenes de cooperación internacional y las posibilidades de desplegar una acción colectiva global de cara a la irradiación del patógeno. Los Estados vienen actuando por cuenta propia, en un afán por reafirmar su soberanía, pero sin considerar las necesidades planetarias y el mínimo ejercicio de cooperación intergubernamental. Los organismos internacionales prácticamente están ausentes en el tratamiento de la pandemia; salvo la Organización Mundial de la Salud (OMS), cooptada por los intereses creados del big pharma y del capitalismo filantrópico de Bill Gates. El resto de organizaciones internacionales, salvo por su propensión a realizar pronósticos, no funcionan como entidades capaces de congregar los esfuerzos nacionales y de enfatizar en el carácter nocivo del confinamiento global; sus reacciones ante la crisis son más paliativos que soluciones concretas ante los problemas públicos que ya emergieron y los que se avecinan.
Los Estados son, también, de los principales náufragos ante la crisis epidemiológica global. Hundidos en su crisis de legitimidad y consentimiento desde el agotamiento de la ideología liberal a finales de la década de los sesenta del siglo XX, el discurso de la democratización les dio respiración artificial, pero esto no restó a la falta de confianza que hacia ellos imponen sus ciudadanos. Ni el retorno al Leviatán suscitado con el miedo que invade a los ciudadanos ante el acecho de un “enemigo invisible y común” como el virus; ni el clamor de seguridad y cuidados ante el riesgo de enfermedad y muerte, logran restablecer la confianza ciudadana y la legitimidad en el sector público. Su inoperancia y postración, condujo a los Estados –desde el inicio de la pandemia– a acciones y, sobre todo, a reacciones paliativas y cortoplacistas. Obsesionados con la disciplina fiscal de las últimas cuatro décadas, los Estados europeos y americanos desmontaron con fervor antipatriótico y antipopular sus sistemas sanitarios, dejando en indefensión y desatención a amplios sectores de la población; en lo que es un ejercicio de privatización de facto de los derechos sociales, reconvertidos con ello a servicios para los consumidores y usuarios. Los recortes presupuestales y la corrupción en los sistemas sanitarios públicos hacen el resto, y se vinculan –en esta coyuntura pandémica– con las noticias falsas (fake news) producidas masivamente por los gobiernos y sus altos funcionarios sanitarios.
A su vez, los Estados –por convencimiento, omisión, colusión o incapacidad– son cooptados por los intereses creados de poderosas corporaciones privadas de sectores estratégicos como el big pharma, las aerolíneas comerciales, la banca comercial, la tecnología digital (Facebook, Amazon, Microsoft, Apple), entre otras. Al tiempo que los Estados se subordinan a los proyectos geoestratégicos y geopolíticos facilitados con la pandemia, y que apuntan a la reconfiguración de un nuevo (des)orden mundial.
La clase trabajadora, sea de estratos medios o bajos, es la máxima perdedora con la gran reclusión. Empleados depauperados despedidos bajo la coartada de la quiebra de las empresas, o enviados a casa sin goce de sueldo bajo el pretexto del riesgo epidémico, no sólo son corroídos por la incertidumbre y expulsados hasta de la misma informalidad laboral, sino también por la pobreza, el desamparo, la frustración y el riesgo de hambrunas. En tanto que los trabajadores de los servicios y del conocimiento, con el teletrabajo o el llamado home office, se aprestan a ingresar a un renovado y excluyente sistema de flexibilización laboral y de pérdida de derechos. Inundados por el autoengaño, el falso confort y la autocomplacencia, estos empleados de oficina despertarán de su letargo y de su trivialización, y se enfrentarán a la estrepitosa caída de sus niveles de vida.
En general, los salarios de la clase trabajadora, sea pobre o perteneciente a los estratos medios, experimentarán –en nombre de la crisis económica– ajustes severos a la baja. Aunque con el tiempo se desate una oleada de nuevos puestos de trabajo creados, éstos serán en condiciones precarias, con salarios deprimidos y sin calidad en las condiciones laborales. Ello es parte de la estrategia de avasallamiento que, como espada de Damocles, pende sobre el cuello de la clase trabajadora. La inmovilización, el anestesiamiento y el individualismo hedonista del empleado común, es una lápida más que ahondará las desigualdades sociales, la caída de los salarios y la factura de la crisis económica endosada a la clase trabajadora.
Las micro, pequeñas y medianas empresas, los trabajadores por su cuenta o autónomos, los que se emplean en la informalidad y aquellos sin posibilidad de sindicalizarse, serán los más afectados. Las primeras se declararán en quiebra al caer la demanda de sus bienes y servicios, y al no pagar sus alquileres y sus deudas ante los acreedores. En tanto que esas modalidades de trabajadores no sólo caerán, súbitamente, en una condición de pobreza, sino también en la marginación, la hambruna y la mayor pauperización.
La inducida crisis de la economía mundial y la quiebra fiscal de los Estados será endosada. Las cuantiosas transferencias de presupuestos públicos a manos de bancos y corporaciones privadas serán pagadas por los ciudadanos y, particularmente, por la clase trabajadora y los estratos medios. El hiper-endeudamiento de los Estados y su obsequiosidad con el gran capital y la financiarización confiscarán los impuestos aportados por varias generaciones futuras. De ahí la ingenuidad y el desacierto de quienes, sin fundamento, aseguran que con la pandemia se avecina un Estado de tintes keynesianos.
Los otros enfermos que padecen o padecían enfermedades distintas al COVID-19, y que fueron excluidos masivamente de los sistemas de salud, son nuevos entre los náufragos. Estas víctimas colaterales se presentaron, incluso, en las naciones con sofisticados y robustos sistemas sanitarios públicos como Alemania. Bajo el supuesto de no saturar los centros de salud y de cuidarlos de un posible contagio de COVID-19, millones de enfermos –terminales o, incluso, ancianos– en el mundo fueron alejados de clínicas y hospitales, y aplazadas sus cirugías urgentes. Estos enfermos no sólo fueron expuestos a la desatención clínica, sino al abandono de sus familiares en no pocos casos. Ampliando con ello la angustia, la soledad y la emergencia de problemas emocionales ante ello. Tratamientos y cirugías para distintos tipos de cáncer, problemas cardiacos, diabetes, leucemia, VIH/SIDA, trasplantes, entre otros padecimientos son pospuestos, dejando a los enfermos en una mayor vulnerabilidad, exclusión y abandono.
Los niños y jóvenes en edad escolar, sujetos al confinamiento global no sólo abandonaron las escuelas, sino que, en su mayoría, fueron sometidos a un régimen formativo montado en el Internet Way of Life, pero asediado por la brecha digital que, hacia el 2017, excluyó a 346 millones (29%) de jóvenes en el mundo (en África se trata de 3 de cada cinco niños desconectados de la red). La era de la información es también la era de la desconexión y de la ignorancia tecnologizada para amplios segmentos de la población mundial. Y aunque los niños y jóvenes accesen a las tecnologías de la información y de la comunicación, no siempre es en condiciones de calidad en los contenidos y en formas que apuntalen sus procesos formativos. En última instancia, el proceso de enseñanza/aprendizaje en esos grupos etarios, precisan de la cercanía y el contacto físicos, así como de ejercicios colectivos y de socialización más amplios que atemperen el estrés y el desconcierto que supone el uso en solitario de una tecnología. En sí la ansiedad y el encierro de miles de millones de niños y jóvenes en el mundo ya los sitúa en una situación desesperada; ello se exacerba con el cierre de las escuelas. Atados a las patas del televisor, estos niños están expuestos al bombardeo publicitario que –aunado al miedo y la zozobra– los hace adictos a la junk food (comida basura o comida chatarra) y los expone a la obesidad, la diabetes y al debilitamiento del sistema inmunitario.
A grandes rasgos, lo que evidencia todo lo anterior es que la crisis epidemiológica global es un acelerador de las múltiples crisis societales acumuladas a lo largo de las últimas cuatro décadas. Las desigualdades existían hasta antes de que el coronavirus SARS-CoV-2 fuese identificado como agente patógeno, pero con su llegada se destapó la cloaca de una forma de organización de la sociedad regida por la exclusión, el despojo, la explotación y la pauperización de amplios estratos sociales. La pandemia es un hecho social total en la medida en que cimbra instituciones, organizaciones, prácticas y valores que ya estaban trastocados por la desigualdad en las estructuras de poder, riqueza y dominación. Las víctimas de este nuevo naufragio no sólo son las víctimas de una epidemia cuya letalidad es del 1 %, sino que son los náufragos de un colapso civilizatorio y de una crisis sistemática ecosocietal de grandes magnitudes.
Son tiempos de incertidumbre extrema, de angustia y de pánico, y no existe colectividad humana que los resista indefinidamente. Es probable que múltiples conflictos sociales afloren y otros ya existentes arrecien la tormenta; y que ambos se fundan con las disputas protagonizadas entre las élites y las plutocracias que intentan hegemonizar la conducción del capitalismo en esta coyuntura. La capacidad de resiliencia de las sociedades humanas, históricamente, fue puesta a prueba y salió a flote ante hechos traumáticos de larga duración como las guerras, los desastres y catástrofes naturales (sismos, maremotos, inundaciones), las crisis y depresiones económicas, y las violencias extremas de distinta índole. Para que en esta coyuntura aflore esa resiliencia es importante el carácter estoico de las multitudes anónimas; pero más lo es la (re)configuración de una cultura ciudadana que apueste a nuevas formas de organización de la sociedad Ello atraviesa por la necesidad de proveerse de información verídica que incite a la reflexión y no a la confusión; y, a partir de ello, reivindicar el pensamiento utópico y retornar a la praxis política como vía para la solución de los problemas públicos.
Isaac Enríquez Pérez
Twitter: @isaacepunam
Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México
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