La aceptación de la derrota

La aceptación de la derrota

noviembre 12, 2020 Desactivado Por La Opinión de

Una de las pruebas más infalibles del correcto funcionamiento de las instituciones democráticas es la aceptación de la derrota por parte de los candidatos que aspiran a ocupar un cargo público. Su conformidad con el resultado significa tanto la aceptación de las reglas del juego democrático como la ausencia de dudas hacia la transparencia e idoneidad del proceso establecido para la elección de representantes. La aceptación de la derrota es, en definitiva, la garantía de condiciones equitativas de competencia entre las diversas ofertas políticas.

La no aceptación de la derrota puede ser consecuencia de diferentes debilidades democráticas y todas ellas revisten de gravedad. En un extremo está el escenario en el que el perdedor no acepta la victoria de su rival por falta de convicción democrática, no respetando la voluntad de la mayoría y tratando de imponer su proyecto político, otorgándose una legitimidad que no le han proporcionado las urnas. En el otro extremo, el no reconocimiento de la derrota puede estar fundamentado en indicios racionales de un incorrecto funcionamiento de las instituciones democráticas por causas de corrupción, fraude o falta de transparencia. Entre casos, multitud de escenarios intermedios.

Para evitar llegar a cualquiera de estas situaciones, es necesario articular la competición política con base en unos requisitos mínimos. El primero y más importante es la lealtad constitucional, tanto de aquellos que compiten por el poder como de los encargados por velar por el correcto funcionamiento del sistema. El respecto al pacto constitucional y a las normas que se derivan de él es condición indispensable para la aceptación de los resultados. Si todos confiamos en las reglas del juego, y somos coherentes con ellas, es mucho más difícil que las pongamos en duda. En segundo lugar, es de vital importancia la existencia de un sistema electoral transparente y eficaz que no deje lugar a dudas, así como autoridades electorales independientes que velen por las garantías del proceso.

En tercer lugar, la actitud de los actores políticos y cívicos también es determinante. En la medida en que éstos contribuyan a la polarización y a generar dudas en el sistema, mayor será la desconfianza en los resultados y la probabilidad de no aceptación de los mismos. Mención especial merecen los medios de comunicación, los cuales se han convertido en el cuarto poder de nuestras sociedades. Su actitud va a ser determinante para la conformación de la opinión pública y la percepción de legitimidad de los resultados electorales. En cuarto lugar, el contexto. La crisis y la incertidumbre actúan como caldo de cultivo perfecto para fracturas institucionales que sirvan como ventana de oportunidad para poner en quiebre una competición electoral con garantías. Por último, cabe no olvidar a los ciudadanos. Sociedades maduras y con fuertes convicciones democráticas van a actuar como contrapeso tanto hacia posibles líderes autoritarios como a fraudes del sistema.

Cuando uno o varios de estos elementos fallan, el sistema entra en crisis. Y, lo peor, es que muchas veces es complicado detectar en qué momento esto va a ocurrir. Lo ocurrido en Estados Unidos tras las elecciones del pasado 3 de noviembre es una buena muestra de ello. El país norteamericano, que siempre ha presumido de traspasos de poder modélicos –a excepción de la de 1860, que desembocó en una guerra civil tras la no aceptación por parte de los estados del sur de la victoria de Abraham Lincoln–, presencia atónito las denuncias de fraude de Donald Trump y su resistencia a aceptar su salida de la Casa Blanca.

En caso de que Trump persista en las denuncias de fraude y rehúse aceptar la derrota, se activarán los distintos mecanismos del Estado de Derecho para velar por las garantías del proceso electoral y de la sucesión del poder. Primero, la Constitución norteamericana impide al presidente declarar una elección inválida por lo que invalidaría la legitimidad de Trump para determinar quién es el ganador de la elección. Segundo, las posibles irregularidades durante la votación serán investigadas por los estados, quienes son los responsables de velar por la integridad de los procesos electorales. En el caso de que los estados dictaminen que no hubo fraude y Trump decida apelar, podrá acudir a la Corte Suprema. Si todos estos intentos de impugnación fracasan, Joe Biden asumiría legalmente el poder el día de la investidura.

La existencia de mecanismos de control tanto frente a un posible fraude electoral como a denuncias infundadas, el correcto funcionamiento de estos procesos y la aceptación del resultado por parte los candidatos, después de que Trump ejerza su derecho a la impugnación, son las verdaderas garantías para una competición política limpia, equitativa y transparente. Todo lo demás es ruido. Dejemos que las instituciones hagan su trabajo y esperemos que los candidatos cumplan con su lealtad constitucional. Asimismo, tampoco olvidemos que los americanos tienen el derecho de ejercer su voto libremente, pero también el deber de aceptar los resultados. Por ello, evitemos el estallido social y confiemos en que élites e instituciones cumplan con sus obligaciones.

Mélany Barragán
Twitter: @MelanyBarragan7


Imagen: Mediamodifier / pixabay.com

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