La precarización del saber

La precarización del saber

enero 16, 2020 Desactivado Por La Opinión de

La precarización laboral, que afecta a tantas ramas de la actividad económica, también es una realidad en el mundo universitario. Cada vez son más las instituciones académicas que han perdido docentes y que, cuando contratan, recurren a figuras contractuales temporales con salarios considerablemente más bajos que los correspondientes a los profesores de planta. Asimismo, se ha producido una sobreutilización de la figura del becario: ya no es individuo en formación, sino un empleado más económico.

Todo ello revierte negativamente en el ánimo y vocación de aquellos que creyeron que la universidad se convertiría en el escenario idóneo para desarrollar sus inquietudes intelectuales y forjar su carrera profesional. Y es que, junto con los ya limitados presupuestos destinados a la investigación y la multitud de tareas burocráticas a las que el académico del presente debe de hacer frente, se unen la inestabilidad y unas precarias condiciones laborales. Lejos quedaron los días en los que un título universitario era garantía de cierto éxito profesional.

Esta situación, que no es exclusiva de la universidad, no obstante resulta especialmente doliente si pensamos en la función social de las instituciones académicas. Esto es, las universidades no tienen –o, al menos desde mi punto de vista, no debería tener– una vocación mercantilista. Gran parte de su capital se basa en un compromiso con y para la sociedad. Este discurso, que a todas luces puede ser tachado de extremadamente realista, pronto choca con la realidad.

Las crisis económicas, los presupuestos ajustados y la infinita cantidad de demandas dificultan que las universidades reciban los recursos que ameritan. No obstante, junto con la realidad económica, también existe cierta responsabilidad ética en relación a la precarización del trabajo científico. Cierto es que los recursos no caen del cielo y que existen otras instituciones y políticas que obligan a recortar el presupuesto destinado a la docencia e investigación, pero eso no es óbice para que la universidad se replantee, desde dentro, el rumbo que quiere seguir.

Quizás es momento de fomentar la circulación o renovación de plantilla, dando espacio a un relevo generacional, o de repensar cuáles son las prioridades de gasto de las universidades. También es ocasión de mantener una posición ética que luche contra el abuso, el fraude en la contratación temporal y los incumplimientos en materia salarial. Todas estas demandas, no obstante, no pueden ser defendidas únicamente por parte de los académicos más jóvenes –principales afectados por esta situación–, sino que desde mi opinión requieren de un compromiso conjunto de toda la comunidad universitaria. Pese a que los más mayores ya tuvieron que enfrentarse a sus propias luchas en el pasado, en la gran mayoría de casos son los que se encuentran en una mejor posición para reivindicar y negociar.

Vivimos tiempos individualistas, en los que la incertidumbre nos invita en muchas ocasiones al “sálvese quien pueda”, pero no siempre nos damos cuenta de que en esa huida dejamos cosas importantes en el camino. La universidad no debe convertirse en una empresa más, cuya utilidad se mida únicamente en términos monetarios y en los que se reproduzcan patrones de precarización y abusos presentes en el mercado. La Academia es un activo de desarrollo basado en el conocimiento y el intercambio de ideas; garante de principios democráticos y valores sociales.

Frente a la precariedad, debe reinventarse sin dejar de proteger los derechos de la comunidad que la conforma y ello implica, entre otras cosas, otorgar unas condiciones mínimamente dignas a sus docentes e investigadores. Y es que, pese al valor que aportan a la sociedad en la generación y difusión del conocimiento, el cuerpo únicamente no se alimenta de ideas. Por ello, reconozcámosles unas condiciones laborales dignas.

Mélany Barragán

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