Cataluña y la acción colectiva
octubre 31, 2019 Desactivado Por La Opinión deMientras que América Latina estallaba en numerosas movilizaciones durante las últimas semanas, España se enfrentaba a un estallido de violencia y conflictividad social, tras la sentencia que enviaba a prisión a los políticos del proceso catalán. El 15 de octubre, los magistrados del Tribunal Supremo impusieron condenas de 9 a 13 años a los nueve líderes independentistas condenados por sedición y malversación.
En su sentencia, el tribunal señala que todos los acusados eran conscientes “de la manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación”, pero, aun así, lo convocaron como “señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano”. Sin embargo, con ello lograban presionar al Gobierno de la Nación para la negociación de una consulta popular que cristalizara su deseo de autodeterminación.
Mientras que los partidos constitucionalistas aplaudieron la decisión judicial, desde las instituciones catalanas, la sentencia fue calificada como injusta y antidemocrática; sentir que fue compartido por una parte de la sociedad civil catalana, que tras el fallo de la sentencia salió a las calles para expresar su descontento: protestas, cortes de carretera y de líneas de tren, un aeropuerto colapsado y cientos de vuelos cancelados.
A partir de ahí, corrieron ríos de tinta –en realidad, lo lleva haciendo desde hace años– sobre las causas que subyacen en el conflicto, las posturas e intereses de las diferentes partes o la judicialización de la política. Sin embargo, pese a los fuertes estallidos de violencia, poco o nada se ha reflexionado sobre el papel ejercido por la acción colectiva y los fallos y aciertos del Estado a la hora de procesar el descontento de una parte de la población catalana. Los disturbios –quema de automóviles y mobiliario urbano, agresiones a miembros de los cuerpos de seguridad o los saqueos a comercios– simplemente han sido calificados como de vandalismo y se ha puesto el foco únicamente en las medidas necesarias para reprimirlo. Estrategia válida en el corto plazo debido a la necesidad de contener la violencia, pero ineficiente en el medio largo plazo si se quiere buscar una solución a toda la problemática.
Cuando uno lee algo acerca de la acción colectiva, lo primero que aprende es que para que las personas se movilicen es necesario que haya una percepción de agravio y la creencia de que existe la posibilidad de ejercer una influencia en el sistema, a través de las acciones del grupo. Para ello, se utilizan diversos repertorios de acción colectiva que pueden ir desde los más tradicionales a los no convencionales, del proceder más pacífico al más agresivo. En el caso de Cataluña, las diferentes posturas frente al proceso de independencia se ha cristalizado también en la adopción de distintos repertorios de acción colectiva dentro de ambos bloques: tanto constitucionalistas como secesionistas están divididos y han surgido grupos radicales que han hecho de la violencia su arma de reivindicación.
Pero, ¿qué razones explican esta forma de movilización en un país que se ha caracterizado por formas de movilización tradicionalmente pacíficas –con la excepción del caso vasco durante las décadas de terrorismo de ETA–, desde la llegada de la democracia? En primer lugar cabe tener en cuenta que Cataluña cuenta con una mayor tradición, que otras regiones de España, en términos de asociacionismo. Así, el hecho de contar con una fuerte red asociativa permite movilizar a miles de personas sin demasiado esfuerzo. Pero esta movilización, generalmente pacífica, se ha tornado crispada y violenta. ¿Por qué? Muchos de los participantes en actos violentos justifican su acción aludiendo a que es el último recurso que les queda frente a la incapacidad de diálogo por parte del Estado central. Postura que es rebatida desde el otro lado, señalando que no se puede considerar diálogo a la mera exigencia de independencia, saltándose la norma constitucional. Pero esta razón parece insuficiente cuando durante años, desde instituciones y medios de comunicación, se ha transmitido una sensación de agravio en Cataluña respecto de su posición dentro del Estado español, cuando el conflicto ha adquirido connotaciones emocionales que genera incentivos para la adhesión al movimiento y cuando la represión es la única estrategia para acabar con las reivindicaciones.
Por ello, y aunque suene a tópico y hasta quizás llegue tarde, la solución sólo pasa por la comunicación, el diálogo y una aplicación didáctica –si se permite la expresión– de la ley. Hay que aplicar la ley, pero los ciudadanos están en el derecho y obligación de saber por qué, así como de plantear la necesidad de, reformular la norma para así cumplirla. España ha aplazado durante décadas una reforma constitucional que le permita hacer frente a sus cuestiones pendientes –entre otros, el modelo de organización territorial–, ha abusado de la inercia institucional, no se ha preocupado de frenar la desafección política y ha invertido poco tiempo en hacer a los ciudadanos partícipes de los proyectos y políticas del Estado. Y, cuando la situación se ha crispado, se ha optado por la falta de diálogo, la crispación y polarización política.
Es cierto que los políticos españoles no han desatado una batalla campal en el parlamento, con quema de mobiliario público incluido, pero muchas veces han optado por la crispación dialéctica, la polarización política y la negación del diálogo… entonces, ¿cómo esperan una sociedad modélica y capaz de resolver de manera pacífica sus conflictos? Los episodios de violencia en Cataluña resultan lamentables y condenables desde cualquier punto de vista. No existe ningún pero posible que justifique estas acciones, desde mi punto de vista. Ahora bien, no nos quedemos únicamente en condenarlas sino que empezamos a pensar en la manera en la que las instituciones agregan y procesan demandas para no tener que asistir a nuevos episodios de violencia y vandalismo.