Suicidio político

Suicidio político

abril 25, 2019 Desactivado Por La Opinión de

En el 2015, mientras me hallaba en Perú con motivo de un Congreso de Ciencia Política, traté de concertar una entrevista con el expresidente peruano Alan García. Estaba recopilando material para un libro sobre líderes latinoamericanos, que desde entonces lleva esperando en el cajón de proyectos pendientes, y consideraba que García debía ser incluido ya que había jugado un papel destacado en la historia reciente del Perú. Logré establecer contacto con personas de su entorno y, pese a no lograr concretar una cita, intercambiamos algunos mensajes y acordamos que sería más sencillo encontrarnos en Europa. Esa cita nunca llegó y el 17 de abril los medios de comunicación anunciaban su suicidio.

Tratando de resistirse a la orden de captura, dictada por el Poder Judicial, para el cumplimiento de una prisión preventiva, por su supuesta vinculación con la trama Odebrecht, el exmandatario decidió pegarse un tiro, no sin antes haber defendido su inocencia afirmando “no habrá cuenta, ni soborno, ni riquezas, la historia tiene más valor que cualquier riqueza material”. En su mensaje de condolencias, el Presidente López Obrador lamentó lo ocurrido e hizo hincapié en la corrupción, señalando la necesidad de “separar el poder económico del político; que el gobierno represente a todos”.

Las reacciones al mensaje del Presidente no se hicieron esperar, por todos los frentes: mientras algunos aplaudieron su reivindicación, otros lo consideraron una muestra de oportunismo político frente a la tragedia. Pero más allá de las discrepancias en torno a las citadas declaraciones, lo ocurrido invita a reflexionar sobre el papel jugado por el suicidio político en América Latina: la muerte del radical argentino Leandro Alem, con un disparo en la sien; el suicidio ante las cámaras del cubano Eduardo Chibás, o la carta-testamento que Getulio Vargas escribió antes de quitarse la vida, son algunos ejemplos del impacto que el suicidio ha tenido en la vida política latinoamericana.

Al retirarse de escena, la mayoría de estos líderes llevaron a cabo su último acto político: una declaración poderosa de su pretendida inocencia, la reivindicación de sus principios y la defensa de su actuación pública. Marcharse para tratar de mantener un honor y un legado que no siempre era posible de mantener en vida. Dicen que una vez acabada la partida, el rey y el peón vuelven a la misma caja, pero tal vez esto no sea tan simple en el caso de la élite. ¿Supone la muerte de un político el olvido de todas sus sombras? Quizás sea tiempo de reflexionar, al menos, sobre dos cuestiones: las razones que llevan al político a acabar con su propia vida y la reacción de la clase política frente a este tipo de sucesos.

Respecto a la primera cuestión, resulta complejo adivinarlas, ya que junto a las razones que pueden llevar a cualquier ser humano a plantearse acabar con su vida, deben unirse algunas de las pulsiones asociadas a la figura del político: la necesidad de aunar la memoria personal con el escrutinio político, de mantener el honor o de hacer frente el final de una carrera política que frene cualquier tipo de ambición pública. Y, en cierto modo, puede que también un ajuste con las responsabilidades internas.

En cuanto a la reacción de la clase política, la pregunta sería más bien ¿dónde está el límite entre el oportunismo político y el análisis objetivo –si existe tal cosa– de las luces y sombras de los que abandonan el juego? Quizás sea tiempo de demostrar con hechos, y no sólo con palabras, que muchos de nuestros líderes no tienen motivos para abandonar la partida.

Mélany Barragán

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